(...) Paca sabe que la cosa no debe ser
para tanto pero no puede evitar aquellos estremecimientos. Hace años que, como
a las tres y media de la tarde o un poco antes quizás, cuando está
terminando el fregado y se asoma por la ventana de la cocina, ve que algunas vecinas de la calle inician la
peregrinación hacia la escuelita de la calle La Tona. Las ve asomarse muy compuestas, casi como de domingo, a la
casapuerta. La mayoría prefiere esperar a las compañeras que pasan a recogerlas
y es tierno, piensa ella, ver cómo, poco a poco, de puerta en puerta, se va
formando un rio de mujeres risueñas con
afluentes que suman a su paso por las callecitas, una riada de
ilusiones diaria y tenaz que llega puntual llueva o apriete el calor poco antes
de las cuatro en punto a la puerta del colegio siempre antes de que el maestro
o la maestra abran la puerta.
Recuerda con un extraño rubor de complicidad lo que, años atrás, le había contado su vecina de enfrente.
Asunción era una de las pioneras de la escuela, de esas que, durante muchos años, iniciaba el recorrido antes que nadie como si
su veteranía fuera un deber moral. La primera vez que hablaron, hacía muchos
años, fue un descubrimiento. Paqui
llevaba apenas poco tiempo en aquella casa y
casi desde el primer día veía a
su vecina salir sola después de comer y
coger la cuesta abajo con dirección desconocida.
-
¿Dónde va usted cada tarde, señora Asunción?- se atrevió a preguntar Paqui un día
haciendo como que barría la puerta.
-
Al Corte, Frasquita, al Corte- señalando una gran regla de madera que asomaba del bolso y abriendo la mano
en cuya palma sudada jugueteaban unas
hebras de colores
-
Ah, al Corte; pues yo también debería aprender a coser.
-
Pues nada, a ver si te animas y te apuntas conmigo- añadió Asunción suspirando y
perdiéndose discreta calle abajo.
La estrategia del Corte, supo
después Paqui, duró más de uno y de dos
años y no fue Asunción la única que la usó. En dos turnos, a las cuatro y a las siete, las conspiradoras
de la regla de madera y las hilachas en la mano salían furtivas y sigilosas para llegar a la escuela, que
entonces no estaba en el centro, sino en un colegio de EGB de las afueras.
Poco a poco, le había contado Asunción un día que tuvo que dejarle a Juan
Antonio mientras llevaba a Estrella al
médico, fueron saliendo de una en
una y en grupos del armario de la
vergüenza y tomando las calles para sus fiestas, sus trabajos y sus
reivindicaciones. Para cuando se mudaron al edificio de la calle La Tona, las reglas de madera y las hilachas de
colores volvieron a sus cajones y la escuela de adultos –de adultas más bien-
se hizo parte entrañable del paisaje
cultural del pueblo. Ahora Asunción
había dejado de ir a la escuela, ya no oía ni veía bien y las piernas tampoco
le daban para muchas alegrías pero seguía hablándole maravillas de su colegio,
así lo llamaba, cada vez que se
encontraban y la animaba a engancharse.(...)
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