(...) [“- ¡Que se quede en casa contigo, mi hija no irá a ninguna escuela!- le gritaba mi padre- Tú has sido analfabeta toda la vida y eres feliz. ¿O es que acaso no lo eres?
Mi madre calló, una vez más. La mano de mi padre, borracho, aún podía volver a caer sobre mi cara: me había atrevido a decirle que quería ir a la escuela con mis hermanos. Cuando volvieron el primer día hablando de tablas y de mapas y de algo llamado vocales, yo sentí ganas de llorar y se me ocurrió decirle que....
Más adelante, recuerdo que un día ayudaba a mi madre a hacer las tortas de Navidad y que la mesa de la cocina estaba cubierta por una pátina de harina blanca, la que se escapaba del lebrillo donde ella amasaba. En un momento determinado, las manos de mi madre dejaron la tarea y creí advertir un guiño, una señal en sus ojos, mientras se limpiaba las manos en el delantal. Nunca me había guiñado así y la novedad comenzaba a excitarme. La seguí con la mirada mientras volvía de cerrar la puerta de la cocina. De pronto, hizo unos trazos sobre la harina y me dijo:
- ¡Esta es la A! Escríbela tú. –
- Pero tú... ¿tú sabes escribir? – dije doblemente sorprendida por la aparición mágica de la letra y, sobre todo, por el nuevo rostro que veía en mi madre iluminado por el ejercicio del magisterio.
- Baja la voz y repite: ¡AAAAAAAA!! – dijo mi madre por toda respuesta con un dominio pedagógico que me pareció sobrenatural.
- Pero ¿cómo, dónde, cuándo aprendiste a...?
Suspiró aceptando que la nueva situación necesitaba un preámbulo de negociación, que yo no me tranquilizaría sin obtener algunas respuestas.
- Mi madre, cuando tenía tu edad, me enseñó escribiendo con un palo en las lindes de la huerta de tu abuelo, mientras él bajaba con el burro a vender en el mercado. A ella la enseñó tu bisabuela escribiendo con agua y el dedo en el brocal del pozo y tú, si te esmeras, cuando lo necesites enseñarás a tu hija.....
Desde entonces cada noche aprendía una letra más, una cuenta, un nombre en aquella escuela personal, escondida entre fogones. Multipliqué con lentejas y aprendí la geografía del mundo cantando mientras frotaba la ropa de mis hermanos en el lebrillo de barro del lavadero bajo la atenta tutoría de aquella maestra clandestina.
Cuando murió padre, mis hermanos se sorprendieron de la epidemia de libros que inundó nuestra casa de la noche a la mañana. Fue un maravilloso sarampión de poesía y ciencia que terminó por contagiarlos a ellos. Con 18 años, una semana después del entierro, pisé la primera escuela de la mano de mi madre, y me senté junto a ella en el mismo pupitre, en la misma clase. Nunca he sido más feliz que aquella tarde de septiembre. La escuela olía a humo, a lápices y a rosas.”](...)
Mi madre calló, una vez más. La mano de mi padre, borracho, aún podía volver a caer sobre mi cara: me había atrevido a decirle que quería ir a la escuela con mis hermanos. Cuando volvieron el primer día hablando de tablas y de mapas y de algo llamado vocales, yo sentí ganas de llorar y se me ocurrió decirle que....
Más adelante, recuerdo que un día ayudaba a mi madre a hacer las tortas de Navidad y que la mesa de la cocina estaba cubierta por una pátina de harina blanca, la que se escapaba del lebrillo donde ella amasaba. En un momento determinado, las manos de mi madre dejaron la tarea y creí advertir un guiño, una señal en sus ojos, mientras se limpiaba las manos en el delantal. Nunca me había guiñado así y la novedad comenzaba a excitarme. La seguí con la mirada mientras volvía de cerrar la puerta de la cocina. De pronto, hizo unos trazos sobre la harina y me dijo:
- ¡Esta es la A! Escríbela tú. –
- Pero tú... ¿tú sabes escribir? – dije doblemente sorprendida por la aparición mágica de la letra y, sobre todo, por el nuevo rostro que veía en mi madre iluminado por el ejercicio del magisterio.
- Baja la voz y repite: ¡AAAAAAAA!! – dijo mi madre por toda respuesta con un dominio pedagógico que me pareció sobrenatural.
- Pero ¿cómo, dónde, cuándo aprendiste a...?
Suspiró aceptando que la nueva situación necesitaba un preámbulo de negociación, que yo no me tranquilizaría sin obtener algunas respuestas.
- Mi madre, cuando tenía tu edad, me enseñó escribiendo con un palo en las lindes de la huerta de tu abuelo, mientras él bajaba con el burro a vender en el mercado. A ella la enseñó tu bisabuela escribiendo con agua y el dedo en el brocal del pozo y tú, si te esmeras, cuando lo necesites enseñarás a tu hija.....
Desde entonces cada noche aprendía una letra más, una cuenta, un nombre en aquella escuela personal, escondida entre fogones. Multipliqué con lentejas y aprendí la geografía del mundo cantando mientras frotaba la ropa de mis hermanos en el lebrillo de barro del lavadero bajo la atenta tutoría de aquella maestra clandestina.
Cuando murió padre, mis hermanos se sorprendieron de la epidemia de libros que inundó nuestra casa de la noche a la mañana. Fue un maravilloso sarampión de poesía y ciencia que terminó por contagiarlos a ellos. Con 18 años, una semana después del entierro, pisé la primera escuela de la mano de mi madre, y me senté junto a ella en el mismo pupitre, en la misma clase. Nunca he sido más feliz que aquella tarde de septiembre. La escuela olía a humo, a lápices y a rosas.”](...)
Felicidades! es precioso, no sé como termina el relato, pero aunque tristemente real, no por ello, menos bello.Karme
ResponderEliminarPara conocer todo el relato, tandras que pedirme el libro. A partir del 27
EliminarPara conocer todo el relato, tandras que pedirme el libro. A partir del 27
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