domingo, 1 de noviembre de 2015

 


 



               Nanbi y su hermana Mutsesu divisaron desde lejos el pozo. Entre unos matorrales secos sobre los cuales apenas manchaba el horizonte un raquítico baobab, se hallaba la charca que venían a buscar caminando cada día con su “hossel” en la cabeza. 
     Era el apogeo de la época seca y el “harmattan”, el viejo viento que barría el Sahel durante seis meses, hacía tiempo que había secado los pozos cercanos al poblado donde vivían con su madre y sus hermanos pequeños. Por ello, cada día debían caminar más de una decena de kilómetros para ir y volver con el líquido preciado para su familia. Tras lustros de entrenamiento habían aprendido a caminar rectas con un “hossel”, un cesto de agua,  en la cabeza aprovechando la noche para que Oduduwe, el sol, no se antojara del líquido que acarreaban. Por eso cuando el “harmattan” de cada día despertaba al dios del cielo golpeando sus mejillas con la arena del desierto, hacía ya rato que Nanbi y las demás mujeres del poblado habían regresado a su hogar en Diabaly. Nyazi, la hija de las estrellas que correteaba juguetona por el cielo disfrazada unas veces de estrella fugaz y escondida ,otras tras la Luna, las había visto caminar año tras año, desde el principio de los tiempos, con su preciada carga en la cabeza y había bautizado a las mujeres del Sahel como “kompule mossi”- “las que llevan el mar sobre sus cabezas”-y se asomaba cada noche para observar hipnotizada las olas en las que se mecía el reflejo de la cara blanca de Gulu sobre las molleras de aquel pequeño destacamento femenino , coronado y tenaz que se movía, siglo tras siglo, sobre el árido paisaje saheliano.

     Aquel amanecer, Obatala -que regía en el viento y las nubes- lo había dispuesto todo para que la vida de Nanbi y Mutsesu cambiara de forma radical. Nanbi siempre tuvo en su poblado cierta fama de estar tocada por Obatala y por ello sus vecinos le perdonaban sus excentricidades. Para empezar había renunciado a casarse, a pesar de que fueron muchos los jóvenes que años atrás se acercaron a cortejarla. Eran otros tiempos, claro. Ahora los jóvenes, en cuanto tenían edad, marchaban hacia Uagadugú o Bobo-Dioulasso prometiendo volver ricos y poderosos para perderse irremisiblemente, uno tras otro, en el horizonte y el olvido. Los poblados como Diabaly iban quedando vacíos de hombres. Solo mujeres y niños que crecían entre el polvo, el hambre crónica y la enfermedad maldita que arrasaba los poblados.

    Cuando Nanbi cumplió doce años -aún no había nacido Mutsesu- Kintu, la “mah’entá” más poderosa de la sociedad secreta de las mujeres “mossi” la reclamó ante su madre. Walumbe, recordó su propia iniciación, su miedo, el dolor penetrante, el temor ante la cuchilla y luego las fiebres, el estar cruzando y volviendo del sueño de los muertos. Luego miró el rostro confiado y sonriente de la niña Nanbi y no pudo hacer otra cosa que negarse. Su marido Oranyan había sido un hombre muy respetado en la zona, gran viajero y de amplia cultura, y eso les daba ciertos privilegios. Tuvo que soportar algunos meses de malos gestos y llegó a temer que Nanbi desapareciera como otras “rebeldes”, pero el carácter despierto y vivo de su hija terminó por ganarse al poblado que excusó su singularidad, en la suposición de que estaba tocada por Obatala para alguna misión futura.

      Ese día iba a ser diferente. Cuando el bullicio cantarín de las “kompule mossi” se acercaba al pozo, las mujeres notaron que algo distinto sucedía. Normalmente, su canto hacía levantar el vuelo a los pájaros “manda” que dormitaban entre los arbustos e incluso espantaba a algún chacal que pernoctaba en la precaria espesura. Aún faltaban un par de horas para que Oduduwe rompiera con fuego la lejana línea del horizonte. De los alrededores del pozo no voló un solo pájaro; el paraje parecía desierto. Una cierta inquietud recorrió las filas de las mujeres del poblado “mossi”. Nanbi –su fama de “privilegiada divina” le procuraba, además, ciertas obligaciones de vanguardia- se acercó sigilosamente mientras las demás se agazapaban tras las dunas. Quizás un guepardo se encontraba bebiendo en la orilla y eso había provocado la deserción de los habitantes del oasis, pensó. A medida que se acercaba pudo sentir que no todo estaba en silencio. Desde la otra parte de la charca, llegaba un susurro, algo así como un llanto quedo y seco mezclado con una conocida canción de cuna: “…ayudey mangané/  ayuney mangane…”.  “¿Me quieres volver más chiflada, Obatala?”, dijo para sí Nanbi, creyendo que todo aquel galimatías sonoro no era sino otra de sus frecuentes bromas. Y, así lo hubiera jurado al identificar en la semioscuridad de la noche que ya se acababa, los rasgos de una mujer que lloraba y cantaba, una mujer joven que sostenía en brazos a un pequeño bulto, una mujer que le resultaba conocida, una mujer que parecía..., que era... (...)

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